La salud mental es similar a un bosque: hay de muchos tipos, y cada uno es distinto en sus colores, en sus texturas, en lo que habita dentro de ellos y en lo que los rodea. También, cambia mucho según la temporada que esté pasando o de los cuidados que reciba; es dinámica, vulnerable, pero también muy resistente. Cada persona tiene en su interior ese bosque único del que es dueño y del que también depende al mismo tiempo. Sin embargo, hay que tener presente que, para lograr mantenerlo en equilibrio, debe tenerse siempre en cuenta el contexto en el que crece, su clima, la gente que le visita o que le visitó, que sus necesidades serán diferentes en cada caso. Así, saliendo de la analogía, los factores ajenos a nuestro control, como el lugar en el que nacimos, la desigualdad económica, la delincuencia, entre muchos otros, influirán fuertemente en ese estado actual de nuestro bosque. Algunos no pueden modificarse, pero vale la pena hacer esfuerzos a nivel individual y colectivo para generar un cambio más grande; especialmente en un momento histórico como es el que estamos viviendo. De alguna manera, cada bosque conecta con otro, comunicándose y nutriéndose entre sí.
Ahora bien, es difícil comparar el sufrimiento emocional con un bosque. ¿Cómo podría compararse un incendio vivo con la frustración y el enojo de no tener recursos económicos suficientes para dar sustento a una familia? ¿O cómo comparar una lluvia intensa con el ahogo diario de alguien que vive con depresión o ansiedad? Seguramente habrá analogías suficientes para tratar de describir esas sensaciones, pero sería aún mejor que existieran suficientes recursos para proteger a quienes tienen que atravesarlas, puesto que las estimaciones indican que, tras la pandemia, los problemas de salud mental que no sean atendidos adecuadamente, se mantendrán por varios años, incluso décadas, afectando a familias y a comunidades enteras.